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Portada Mi Cuento Fantástico 2016

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Un viaje en el tiempo

Un viaje en el tiempoPRIMER LUGAR - tercer grado

La fábrica de las nubes

La fábrica de las nubes SEGUNDO LUGAR - tercer grado

Unos zapatos nuevos

Unos zapatos nuevos PRIMER LUGAR - cuarto grado

Viajando entre mundos

Viajando entre mundos SEGUNDO LUGAR - cuarto grado

El búho que aprendió a cantar

El búho que aprendió a cantar PRIMER LUGAR - quinto grado

La pequeña hormiga

La pequeña hormiga SEGUNDO LUGAR - quinto grado

Una aventura con la Segua, el Cadejos y la Llorona

Una aventura con la Segua, el Cadejos y la Llorona PRIMER LUGAR - sexto grado

Triste camino

Triste camino SEGUNDO LUGAR - sexto grado

Mi Cuento Fantástico 2016

Con gran satisfacción presentamos esta antología que reúne ocho obras ganadoras del Concurso Nacional Mi Cuento Fantástico 2016, en el cual participaron 16.000 estudiantes con la guía de 890 docentes, en 331 escuelas de todo el país. Un fabricante de nubes, una pequeña hormiga, un campesino y un fumador empedernido son algunos de los personajes creados por los niños para transmitir sus propias ideas, sus temores, su realidad, su fantasía y su visión del mundo. Si bien se publican los cuentos que obtuvieron primero y segundo lugar en cada grado –de tercero a sexto de primaria- el certamen premia a un total de 12 ganadores y otorga 24 menciones honoríficas.

Navegue por los cuentos seleccionados utilizando las flechas de su teclado o deslizando las pantallas en su dispositivo móvil.

 

Un viaje en el tiempo

Autora: Daniela Gómez Herrera
Escuela: Saint Spirit School (Puriscal, San José)
Docente: José Luis Alpízar Valverde

Érase una vez una niña llamada Ariana, ella era muy inteligente, amable y cariñosa, amaba a sus padres y a sus abuelitos. Como era tan estudiosa e inteligente, su padre le había construido un laboratorio en el sótano de su casa y ahí hacía los inventos más sorprendentes que uno pueda imaginar.

Un día inventó una máquina para viajar en el tiempo. Como ella amaba tanto a sus abuelitos, lo primero que pensó fue “quiero ir a jugar con mis abuelitos cuando estaban en la escuela”; puso el año 1964 en su máquina y allá llegó. Se encontró con un pueblo totalmente diferente al que ella conocía. Las calles eran de piedra, se veían más árboles, no había tantas casas ni carros y cero tecnología.

Ariana corrió a la escuela a buscar a sus abuelos y los encontró rápidamente, ella sabía que no podía revelarles su identidad para no alterar el futuro. Unos niños jugaban escondido y otros bolinchas. Su abuelo Ricardo estaba jugando fútbol y su abuela Flora jugaba cromos. Todo era muy diferente a lo que ella estaba acostumbrada a ver y hacer en la escuela, pero le encantó.

La niña se incorporó al juego de escondido, que jugaba casi toda la escuela. Pronto, varios niños le preguntaron su nombre y de dónde venía, ella muy inteligentemente respondió que se llamaba “Ana” y que estaba de paseo en el pueblo pero que estaba muy aburrida y que se escapó de sus padres para ir a jugar. Los niños la aceptaron muy felices y jugaron toda la mañana con ella, incluidos sus abuelos. Le enseñaron a jugar jackses, cromos, paleta y a tirar con la flecha, Ariana no podía sentirse más feliz.

A la hora del almuerzo, Flora la invitó a comer en su casa, ella aceptó y fueron por un caminito que su abuelita le había contado que ella tomaba todos los días para regresar a su casa. Cuando llegaron, la mamá de Flora se sorprendió al ver que tenían una invitada y se fue a presentar. Ariana se emocionó mucho al conocer a su bisabuela y le dio un gran abrazo.

Pronto se sentaron a almorzar cosas deliciosas: picadillo, arroz, frijoles y tortillas recién palmeadas… Ariana no lo podía creer, tanto que había escuchado hablar de esas tortillas que estaba saboreando. Más tarde llegó la hora de despedirse, la niña muy triste les agradeció por la comida y les dijo que esperaba volver pronto.

De camino, por casualidad se encontró con su abuelo que iba hacia su casa. El niño la reconoció y le preguntó si ella era la que había estado jugando escondido en la escuela, ella le respondió que sí y él le dijo que si quería ir a bajar jocotes de un árbol que estaba cerca. Los niños corrieron hasta el árbol, se subieron y ya arriba vieron los jocotes más grandes. Vacilaron y comieron hasta que se fue oscureciendo. Ariana tenía que regresar a su casa y a su tiempo. Otra triste despedida. Ya en la máquina del tiempo, suspiró, puso el año 2016 y apareció en el sótano de su casa. Nuevamente rodeada de tecnología, edificios y ruido. Subió a la sala porque la estaban llamando para que hiciera la tarea.

La niña le dio un gran abrazo y un beso a su madre y le preguntó si le podía comprar un juego de jackses, la mamá sorprendida le dijo “¿cómo sabes de la existencia de ese juego?” y ella le contestó que lo había visto en una página de internet y que le había parecido muy divertido. Casualmente la mamá había guardado los que usaba cuando estaba pequeña y se los regaló.

Al día siguiente, Ariana llevó a la escuela el regalo que le dio su madre con el propósito de enseñar a jugar a sus amigas y que así dejaran de lado las tabletas, los celulares y las computadoras, con las que pasaban horas y horas jugando. A la hora del recreo la niña reunió a sus amigas y les enseñó el nuevo juego, era un poco difícil aprender al principio pero ¡les encantó!

Así lo hizo durante varios días, les enseñó todos los juegos tan divertidos que jugó con sus abuelos ese maravilloso día que viajó en el tiempo. Luego de una semana, Ariana había cumplido con su sueño y con su misión. Había podido conocer a sus abuelitos cuando eran niños y pudo lograr que sus amigas se olvidaran de todos sus aparatos tecnológicos para jugar como lo hacían antes al aire libre.

El viernes en la tarde llegó a su casa y se encontró con su abuela que la estaba esperando muy cariñosa como siempre y de repente le dijo: “sabes Ariana, tu cara me recuerda a la de una niña que conocí cuando estaba en la escuela”.

La fábrica de las nubes

Autor: Erick Esteban Mariño Camacho
Escuela: Centro Educativo Monterrey Vargas Araya (San José)
Docente: Gabriela Rodríguez Molina
Bibliotecóloga: Isabel Barrantes Aguilar

Una vez existió un niño llamado Luis, él tenía 12 años, era moreno y su pelo era negro. Vivía con sus padres. Su papá era muy parecido a él, se llamaba Pablo y tenía la piel aún más morena que Luis, seguramente por trabajar largas horas en el campo todos los días. Pablo era muy serio y callado, pero en el fondo tenía buen carácter.

La mamá de Luis se llamaba Carmen. Era de mediana estatura; de hecho, Luis y ella eran casi del mismo tamaño. Carmen conversaba mucho más que su esposo, ella era la que siempre contaba chistes y daba alegría a Luis y a Pablo. Los tres vivían en una cabaña en el campo. No era la mejor cabaña ni estaba en las mejores condiciones pero era su hogar y juntos vivían muy bien.

Un día como cualquier otro, la mamá de Luis estaba cocinando mientras el papá trabajaba en el campo. Luis estaba muy aburrido ya que no tenía nada que hacer, así que decidió subir al techo de su casa como siempre lo hacía cuando estaba en tiempo libre.

– Qué aburrido estoy- se dijo, y exhalando una bocanada larga de aire bostezó y se durmió acostado en el techo. Cuando despertó estaba flotando en una nube. Se asustó mucho y pensó: “¿Qué está pasando?” Estaba muy asustado, temía que en cualquier momento la nube se disiparía y él caería a la tierra.

A lo lejos sobre una nube vio una cabaña y se preguntó qué podía haber dentro. Poco a poco la nube en la que se encontraba se fue acercando a la cabaña, hasta que estuvo lo suficientemente cerca para entrar. A pesar de su temor, le ganó la curiosidad y entró en ella.

Por dentro la cabaña era muy parecida a su hogar, en el centro tenía una mesa con dos sillas. Sin embargo, en uno de los costados de la cabaña había todo un sistema de máquinas extrañas que Luis no había visto jamás. Ahí vio a un hombre alto que estaba trabajando, pero no era un trabajo como cualquier otro.

El hombre abría un compartimiento y sobre él colocaba una pizca de lo que parecía ser un polvo de color blanco, después bajaba una palanca y, luego de unos pocos segundos, de un costado de la cabaña salía ¡una nube!

El hombre volteó a ver a Luis y le dijo: – Buenos días.

–Buenos días -respondió Luis-, ¿qué estás haciendo aquí tan solo? Luis aún tenía un poco de miedo, ya que era un lugar nunca antes visto y el hombre se mostraba muy serio y concentrado.

–Soy un nebun-, respondió aquel hombre sin dejar de hacer su tarea.

–¡Qué extraño nombre es ese, “nebun”! -, exclamó Luis.

–No es un nombre, es una especie. Antes de ser un nebun tuve un nombre de humano, me llamaba Juan. Eres el primer humano que llega por aquí desde que me convertí en un nebun.

– ¿Y qué es un nebun?-, preguntó Luis.

–Pues obviamente mi nombre proviene de mi trabajo. Un nebun es alguien que fabrica nubes. Mi trabajo es muy importante, ya que sin mí no habría nubes en el cielo. Fui seleccionado hace muchos años para hacer esta tarea… ¿Quieres que te enseñe a hacer nubes?-, le dijo

–¡Claro que sí, me encantaría! - respondió Luis.

El nebun entonces empezó a explicarle el difícil arte de crear nubes.

Poco a poco le fue enseñando todo. Luis aprendió que si tocaba algunos botones particulares y cambiaba el color del polvo iba a crear distintos tipos de nubes. Por ejemplo, las nubes de lluvia que se utilizaban cuando era necesario que lloviera en alguna zona en particular. Estaban también las nubes de tormenta y, por supuesto, las nubes de días soleados y calurosos.

Luis descubrió que el arte de crear nubes era muy complicado y era una labor muy delicada. Si producía muchas nubes de lluvia podía afectar los cultivos. Por el contrario, si producía muchas nubes de días soleados podía afectar a los animales que necesitaban de la lluvia para sobrevivir. Todo era un balance perfecto.

Así pasaron varios días. Luis perdió el sentido del tiempo, estaba muy concentrado escuchando y observando todo lo que el nebun le explicaba.

Un día el nebun le dijo: – Ya te he enseñado todo lo que te podía enseñar, algún día esta será tu tarea. Después de decir eso le dio un sobre a Luis y de repente apareció una luz muy brillante que hizo que Luis casi no pudiera ver nada.

Al abrir los ojos, Luis vio que estaba de nuevo en el techo de su casa.

“Todo fue un sueño”, pensó, sintiendo algo de tristeza. Sin embargo, volteó hacia su mano derecha y vio que en ella se encontraba un sobre. Luis lo abrió y una pequeña nube salió flotando.

Unos zapatos nuevos

Autora: Daniela Rojas Hernández
Escuela: Virgen María Del Milagro (Desamparados, San José)
Docente: Seidy Madriz Alvarado

Durante todo el viaje iba pensando en el gran día que me esperaba. Estaba muy emocionada, apenas llegamos subí corriendo la escalera y ahí estaba él, sentado en el balcón con su gran sonrisa, su ropa elegante y su sombrero café. Cuando el abuelo Chayo nos vio, se levantó despacito, le dio la mano a mi papá y un besito a mi mamá; yo ni lo dejé empezar a conversar, de una vez le pregunté si podíamos ir a hacer un mandado. Llevaba conmigo el dinero de la colecta. Los billetes iban apretaditos en mi mano dentro del bolsillo para asegurarme de que no se perdiera ninguno.

Ya en el portón, junto a la acera, mami me cerró un ojo… ella era mi cómplice. Yo había pasado días haciendo esa colecta tan importante, tenía todo planeado. Primero recogería el dinero que me iban a dar mis familiares, luego le pediría al abuelo que fuéramos al “mandado”. Cuando estuviéramos cerca del parque le diría que me acompañara a la zapatería y ahí le iba a comprar unos zapatos muy lindos. Hasta llevaba unas medias que mi papá me regaló para que el abuelo Chayo saliera de la tienda luciendo sus zapatos nuevos.

Les cuento como empezó todo. Hace poco conocí al abuelo. Por mucho tiempo él vivió en una finca que quedaba muy lejos y ahora se iba a quedar con nosotros, porque él está muy mayor para vivir solo. Es un viejito como de 90 años, alto, bien vestido y siempre lleva sombrero. Pero hay algo curioso con él, no tiene puestos zapatos y sus pies se ven muy raros. Yo estaba asombrada porque nunca había visto a nadie salir descalzo. Hacía calor, la calle estaba caliente y el abuelo caminaba tranquilo como si nada.

Era tanta mi curiosidad, que en cuanto pude pregunté si el abuelo tiene zapatos, la respuesta fue que no. Me sentí mal porque todos en la familia tenemos varios pares de zapatos, así que organicé la colecta porque pensé que mi abuelo no tenía dinero para comprarse unos. Aunque mi familia apoyaba la idea, todos tenían una sonrisa muy rara cuando me daban el dinero y eso me tenía intrigada.

El abuelo y yo entramos a la zapatería. Le dije que escogiera el par de zapatos que más le gustaran, que yo los iba a pagar. Él me miró sonriendo y me dijo si podíamos ir por un helado primero. Me agradó la idea, sería primero un cucurucho de helado de vainilla y luego escoger los zapatos.

Ya sentados en su banca favorita del parque, cada uno con un helado, el abuelo me contó que no le gustan los zapatos porque, cuando era un niño, su familia era pobre y no había dinero para comprarlos. Fue así como se acostumbró a andar descalzo y eso le gustaba. Me dijo también que de niño corría por la finca y montaba a caballo como si nada.

Un día su mamá le regaló unos zapatos ¿adivinen cuáles? unas botas negras de hule, porque como tenía que atravesar potreros, calles rocosas y ríos, ella pensó que eran zapatos muy funcionales. El abuelo las tuvo puestas solamente un rato, eran calientes e incómodas, no le permitían correr rápido y una se le cayó cuando se subió a su caballo. Fue la única vez que usó zapatos en su vida.

En ese momento comprendí que estaba conversando con un campesino, de esos que viven en el ambiente rural que la maestra nos había explicado en clase. Comprendí también por qué mi familia sonreía sospechosamente mientras yo recogía el dinero de la colecta. Aunque ahora él iba a vivir en la ciudad siempre iba a seguir siendo un campesino.

Le dije al abuelo que si estaba de acuerdo en hacer algo distinto con el dinero; sugerí que fuéramos al mercado a buscar algo nuevo para él. Salimos caminando despacito terminándonos el helado y conversando. Al final gastamos el dinero de la colecta en un hermoso sombrero blanco de los que usan los vaqueros, con un cordón café muy bonito. Hasta nos alcanzó para comprar una bolsita de los pejibayes que le encantan al abuelo con agua dulce.

Al llegar a la casa, mi familia estaba reunida esperando que volviéramos. Les conté que fue un paseo muy bonito. Yo venía muy feliz porque había conocido mejor al abuelo, resultó muy interesante escuchar su historia y tomarme el tiempo para entender que los “zapatos” del abuelo son los mejores. Sus pies callosos, duros y fuertes lo podían llevar a cualquier parte sin problemas.

Me siento una persona muy importante porque ahora, cuando salimos de paseo, el abuelo Chayo siempre va orgulloso luciendo su sombrero blanco. Y si él es feliz así, yo también lo soy.

Viajando entre mundos

Autor: Sebastián Vásquez Castro
Escuela: Isabel La Católica (Santa Ana, San José)
Docente: Alejandra Rojas Salazar
Bibliotecóloga: Norma Romero Vargas

Hace mucho tiempo existían cantidades de familias en el planeta Tierra y había gran escasez de alimentos. Las personas no tenían nada para comer, solamente maíz, pero éste ya se estaba acabando. Por tal motivo, decidieron viajar al espacio para buscar el planeta perfecto donde vivir. Enviaron una delegación de cuatro miembros a explorar el universo. Supuestamente, demorarían tres años en dicha expedición.

Al momento de partir, uno de los tripulantes se había olvidado de despedirse de sus hijos. Se bajó de la nave corriendo y, luego de una triste despedida, entre abrazos y besos, se marcharon.

Al llegar a su destino tenían que buscar un agujero negro. Después de un año lo encontraron y se metieron en él. Les tomó tiempo hallar los planetas, pero lo lograron. Eran tres.

Primero se toparon con un planeta acuático, muy hermoso, todo azul. Después de estudiarlo con cuidado, decidieron que no era conveniente porque no existía suelo fértil para cultivar alimentos. El siguiente planeta estaba completamente cubierto de hielo y les cansó lo blanco y frío. Allí no podrían sembrar maíz porque los granos no germinarían y las plantas necesitan mucha agua y sol para producir mazorcas grandes y sabrosas. Se sentían desfallecer al recordar a su pueblo hambriento, así que continuaron la búsqueda incesantemente.

El tercer y último planeta, cuya característica más significativa era la de poseer gravedad, como nuestra Tierra, les llamó mucho la atención por su similitud con su mundo, que les producía gran nostalgia por estar lejano y ausente. De inmediato comenzaron a analizar sus suelos, los diversos climas y hábitats que poseía. Recorrieron los valles y montañas y cada día se admiraban más por la variedad de flora y fauna que descubrían. Todo era abundante. Los ríos caudalosos y de aguas cristalinas albergaban infinidad de peces. Las sabanas estaban llenas de animales exóticos que ellos no conocían. En las selvas crecían bosques de maderas finas, de cuyas ramas colgaban mamíferos parecidos a los monos, y por todo lado volaban aves preciosas, de vistosos colores.

Ellos creían estar soñando al descubrir minas con inmensos tesoros que resplandecían con los rayos de cinco soles que bañaban los parajes del nuevo planeta. De inmediato se apresuraron a regresar a la Tierra para contarles a sus amigos las novedades.

Lamentablemente, ellos no tomaron en cuenta que cada hora en estos planetas representaba siete años en el planeta Tierra y ya era muy tarde. Todos habían fallecido de hambre. Los campos estaban desolados y convertidos en desiertos. Los ríos se habían secado porque la tala indiscriminada de árboles impidió que se produjera agua y durante muchos años no caían lluvias para restaurar la vegetación. Las ciudades eran moles de cemento, cuyas fábricas despedían hollín y gases tóxicos, que habían contaminado tanto el aire, que todos los ciudadanos habían muerto envenenados.

Los mares se habían convertido en infiernos negros, pues el derrame de petróleo y los incendios acabaron con todos los seres vivientes. Las últimas dos guerras mundiales, una por el dominio del agua y otra por el monopolio del maíz, fueron las que más daño provocaron a la humanidad. Los productores de armas no eran conscientes de que esto contaminaba más a un planeta de por sí ya enfermo. Tarde se dieron cuenta de que el dinero no lo es todo, no compra la paz ni la alegría. Cuando se percataron, los suelos desgastados no producían y tampoco había agua para el riego.

Los cuatro expedicionarios, con gran tristeza, echaron de menos a sus seres queridos; pero no olvidaron su meta, así que durante un tiempo recolectaron, entre los escombros, semillas de diferentes variedades de maíz, que era la base de su alimentación.

Equiparon la nave con muestras de maíz blanco y amarillo que consiguieron en la zona de América Central y México. Luego volaron al Altiplano de los Andes y cargaron mazorcas de maíz negro y rojo, que son más resistentes y nutritivas. Con nostalgia, abandonaron el planeta Tierra prometiendo no cometer los mismos errores en su futura casa.

Al regresar al planeta de los cinco soles, decidieron bautizarlo con el nombre de DIVERCOP. En adelante, buscaron tierras fértiles donde plantar su maíz, pero sin provocar mayor daño a la naturaleza. Aprendieron de los animales a limitarse en el consumo de los cultivos. Si debían cortar un árbol, entonces sembraban un bosquecito en algún espacio libre. No contaminaban pues aprendieron a reciclar, a producir abono orgánico y a convivir en armonía. Domesticaron pocos animales y prohibieron la caza de éstos, pues se dieron cuenta que era más sano consumir frutas, vegetales y pan de maíz.

De los cuatro tripulantes creció una gran descendencia que, educada en los principios de la conservación del medio ambiente, se mantuvo firme en cuidar y proteger su nuevo hogar.

El búho que aprendió a cantar

Autora: Arlyn Sofía Porras Loaiza
Escuela: Jorge Washington (Alajuela)
Docente: Sulman Madrigal Arroyo
Bibliotecóloga: Sulman Madrigal Arroyo

Había una vez un búho muy alegre, simpático y risueño. Vivía en un bosque inmenso, lleno de árboles, flores y muchos animales. Él era tan especial que todos eran amigos suyos, en especial tres ruiseñores a los que consideraba sus mejores amigos y le fascinaba escucharlos cantar.

Sin embargo, a pesar de vivir en un lugar tan hermoso y tener tan buenos amigos, el búho a veces se sentía triste porque quería cantar como un ruiseñor. “Yo nunca podré cantar como ellos”, se decía a sí mismo, y daba un pequeño suspiro de tristeza.

Cierto día, al verlo tan triste, el ruiseñor menor se le acercó al búho y le preguntó: – ¿Qué te pasa? ¿Por qué te veo tan triste?

Entonces el búho en voz baja y con desanimo le contestó: – Es que yo nunca podré cantar como tú y tus amigos. Sus cantos son una inspiración para mí, los escucho y mis ganas de cantar como ustedes crece.

–¡Ja, ja, ja! ¡Con razón estás triste! Nadie en este bosque puede cantar como nosotros, somos especiales. Nuestro canto es el más afinado del bosque–, dijo el ruiseñor.

El búho, muy decepcionado de lo que le había dicho su amigo, se alejó lentamente.

Otro día, mucho tiempo después, el ruiseñor mayor se acercó al búho y le dijo: – Hace tiempo que te veo triste, ¿qué te pasa?

Nuevamente volvió a contestar: – Es que no puedo cantar como tú y me gustaría mucho poder hacerlo, los admiro por como cantan, desearía ser un ruiseñor.

– ¡Uy sí! pobrecilla avecilla, no tienes lo necesario para cantar como nosotras–, le contestó el ruiseñor mayor.

El búho se enojó por el comentario de la “avecilla”, pero trató de disimular su disgusto y se fue a su casa. Pasó toda la noche pensando en los comentarios de sus amigos ruiseñores, se sentía muy mal, disgustado y hasta algo decepcionado de que sus supuestos amigos se burlaran y echaran por tierra sus sueños de cantar. Así que decidió que, al otro día, quería hablar con el ruiseñor principal, que era el jefe de los ruiseñores. Este era el más sabio del grupo, por lo que él pensó que sería el más adecuado para conversar de su deseo de cantar.

El ruiseñor lo recibió muy amablemente y le dijo: –¡Hola! ¿Cómo estás, búho? ¿En qué te puedo servir?

Él le contestó: – Bien ¿y usted, señor principal? Es que quiero cantar como ustedes y pensé que con su sabiduría podría decirme cómo cantar como lo hacen los ruiseñores.

El ruiseñor principal lo miró con admiración y, después de un rato, al fin accedió a ayudarlo con su voz. Le enseñó cómo hacer ejercicios vocales y juntos hicieron algunos ensayos.

“Ma, me, me, mi, mu. Do, re, mi, fa, sol, la, si”, cantaron los dos al mismo tiempo, para que el búho aprendiera a entonar y calentara sus cuerdas vocales.

Al cabo de un rato ensayaron una canción. Cuando el búho terminó de cantar, el ruiseñor principal le dijo: – ¡Tu voz está perfecta! Cantas muy bien, excelente trabajo.

Entonces él le contestó estresado: – ¡Pero si mi voz no se parece nada a la tuya! Mi canto no se escucha como el de ustedes.

El búho no comprendía por qué el ruiseñor principal decía que cantaba bien… para él eran alaridos y no le gustaba cómo sonaba su voz.

El ruiseñor principal le contestó: – Tu voz es original. Tienes talento especial al entonar, nadie en el bosque canta como tú. En cambio los ruiseñores tenemos un mismo tipo de voz, por lo que siempre sonamos iguales, entre nosotros no hay nadie que se destaque. Así que disfruta tu voz porque hay animales en el bosque que nacen sin ella. Debes estar orgulloso de lo que eres y de tu talento.

Fue así como el búho entendió que su voz lo hacía único. Desde ese día no volvió a ponerse triste por los comentarios de sus amigos, ellos también entendieron que todos tenemos diferencias y que al ser diferentes nuestros talentos nos ayudan a expresar lo especiales que somos.

El búho cantaba por todo el bosque, de lo alegre que estaba, y a todos los habitantes les gustaba. Llegó al punto de que lo invitaron a dar un concierto para los animales del bosque.

El día del concierto cantó una ópera a dúo con el pavorreal, que es uno de los intérpretes más reconocidos del bosque, y fueron aplaudidos por su maravillosa presentación. Al fin el búho se había hecho famoso por su voz, pero lo más importante fue que aprendió a valorarse y siguió cantando por siempre.

La pequeña hormiga

Autora: Camila Castillo Porras
Escuela: República De Guatemala (Alajuela)
Docente: Roy Benavides Madrigal
Bibliotecóloga: Alejandra Cruz Chaves

Había una vez una pequeña hormiguita que vivía en un pequeño hormiguero, donde todas las hormigas eran muy esforzadas y desempeñaban distintas funciones: unas recogían comida y otras se encargaban de defender el hormiguero, entre otras cosas. Pero esta era una hormiga diferente. Su nombre era Kianna y era mucho más pequeña, que las demás. Desde chiquita veía a sus compañeras realizar sus labores y ella soñaba con el día en que pudiera hacer algo importante, como el resto de las hormigas.

Por fin llegó el día en que Kianna debería empezar a trabajar, así que se dirigió al lugar donde le asignarían el puesto que iba a desempeñar. Estaba muy animada con la noticia, ya que le informaron que sería una hormiga recolectora y debería empezar al siguiente día.

En su primer día de trabajo, Kianna salió por primera vez del hormiguero y le asignaron una hormiga para que le enseñara a realizar su trabajo. Sucedió que, en su primer intento por recoger una semilla, sus pequeñas y débiles patitas empezaron a temblar.

–Kianna, ¿estás bien?- , preguntó la hormiga que la acompañaba.

–Claro-, respondió Kianna para que no descubrieran que estaba a punto de caerse; pero sus patitas no resistieron y cayó en el suelo, interrumpiendo el camino que llevaban sus compañeras.

–Lo siento mucho Kianna, pero tengo que reportar a la reina lo que sucedió, así ella escogerá otro puesto para ti-, dijo la otra hormiga.

Muy desanimada, Kianna volvió al hormiguero e intentó explicar lo que pasó.

–No pasa nada -le dijo la reina-, pero te voy a asignar otro trabajo. Estoy segura de que en este te sentirás mejor.

–Está bien, yo entiendo. Muchas gracias-, dijo Kianna.

–El trabajo que realizarás de mañana en adelante será el de cuidar el hormiguero. De la misma manera que hoy, habrá una hormiga guiándote para que sepas lo que debes hacer.

Al día siguiente Kianna fue a lo más alto del hormiguero, dispuesta a dar lo mejor de sí. Sin embargo, cuando llegó la noche, la hormiga que la acompañaba le dijo:

– Espérame aquí un momento que debo traer algo, no creo que pase nada.

–Claro, pero no tardes mucho-, respondió Kianna. La pequeña hormiguita se sentía muy cansada, pues ella no estaba acostumbrada a estar despierta a esas horas de la noche.

A pesar de su esfuerzo por mantenerse despierta, Kianna se quedó dormida; justo la oportunidad que esperaban unos grillos que estaban escondidos detrás del árbol y aprovecharon para entrar al hormiguero.

Kianna se despertó al escuchar los gritos de las hormigas que estaban adentro del hormiguero, ya que los grillos se llevaron parte de la comida que con tanto esfuerzo sus compañeras habían recolectado.

Luego de ver la mirada de decepción de sus compañeros y de la reina, Kianna se empezó a sentir muy inútil, pues se acababan las opciones de trabajo en el hormiguero. Entonces se fue a dar un paseo. Se sentía triste y sola, ya que ninguna de sus compañeras quería verla en ese momento.

“Si no fuera tan pequeña”, se decía Kianna. “Lo único que quiero es colaborar como todas las hormigas”.

Siguió caminando sin darse cuenta de que ya se había alejado demasiado. Estaba perdida. Al cabo de tanto caminar, Kianna encontró otro hormiguero y muy contenta se dirigió a él para pedir refugio.

Cuando entró se dio cuenta de que eran hormigas muy pequeñas, como ella. Al igual que en su hormiguero, cada una desempeñaba una función diferente. Kianna se acercó a la reina y le explicó lo que había pasado:

–¡Hola! ¿Cómo está usted? Mi nombre es Kianna, vengo de un hormiguero que está bastante lejos y a esta hora no encuentro el camino para regresar. Me preguntaba si usted me permitiría quedarme aquí y así mañana poder volver a casa.

La reina notaba que algo más la afligía.

–Por supuesto Kianna, no te preocupes, te puedes quedar. Pero puedo sentir que te pasa algo más, ¿por qué estás tan triste?-, le preguntó la reina.

Kianna le contó toda su historia: – No me siento nada bien. Yo tengo muchas ganas de trabajar, pero por más que me esfuerce no puedo. Sé que es porque soy muy pequeña y eso me impide realizar mis funciones como el resto de mis compañeras.

La reina invitó a Kianna a dar un recorrido por el hormiguero.

– Como puedes ver, las hormigas que hay aquí no son muy grandes, ellas son como tú y eso no les impide realizar sus trabajos; todo lo contrario, les ayuda a ser mucho más ágiles que otras hormigas más grandes.

– Pero ¿cómo puedo hacer mi trabajo si no lo logro? ¡Ya lo intenté!

– ¿Cuántas veces lo intentaste? ¿Crees que lo suficiente?- , preguntó la reina.

– Pues creo que sí. De todas formas, ellas no me dieron la oportunidad de volver a intentarlo. Estoy segura de que en este momento no me quieren ver más-, respondió Kianna.

– ¿Y cómo sabes eso, si te fuiste?

– Lo sé, pero si vuelvo allá no me dejarán trabajar. Así que he tomado la decisión de quedarme aquí, ¡ellas sí son como yo!

– Mira Kianna, eres una hormiga muy especial y sé que vas a poder realizar cualquier trabajo que te propongas, pero no será posible que te quedes aquí. Estoy segura de que te están esperando en tu hormiguero… ¡Pero te propongo algo! ¿Qué tal si te quedas aquí unos días y encuentras tu forma de trabajar? Busca una forma en la que te sientas bien y verás que podrás hacer lo que sea. Luego regresarás a tu hormiguero.

Kianna aceptó. Al día siguiente se levantó muy animada y empezó a observar, con mucha atención, el trabajo que hacían las hormigas de ese hormiguero. Aprendió muchas cosas mientras estuvo en ese lugar, hasta que decidió que ya era tiempo de volver a casa. Agradeció a la reina y a todas las hormigas que le enseñaron lo que pudieron y se marchó muy feliz.

Al regresar se disculpó con la reina de su hormiguero y le dijo: – Siento mucho haberme ido después de todo lo que ocurrió, pero este tiempo me sirvió para darme cuenta de que a veces hace falta tener otro punto de vista. Así pude reencontrarme conmigo misma y ahora sé que, aunque soy muy pequeña, mi alma es mucho más grande y solo hace falta un poco de creatividad para lograr lo que sea.

De esa forma Kianna logró hacer cualquier tipo de trabajo que le asignaran y vivió muy feliz junto con todas sus compañeras.

Moraleja: Que nada te detenga solo porque tu apariencia no sea como la de los demás. Seas grande o pequeño, teniendo un poco de creatividad y abriéndote a nuevas oportunidades verás que solo tú te pones los límites. Y podrás hacer todo lo que quieras.

Una aventura con la Segua, el Cadejos y la Llorona

Autor: Justin Ramón Vargas Fallas
Escuela: La Angostura (Puriscal, San José)
Docente: Jorleny Sánchez Campos

Amanecía sobre el pequeño pueblito. Como todas las mañanas, Angelo se levantó de prisa para ir a la escuela. Ese día estaba muy ansioso porque entregarían los resultados de los exámenes, él sabía que no había estudiado y desde ya pensaba cómo se lo explicaría a su mamá. Tomó rápido el desayuno y salió de casa sin siquiera despedirse de su madre y su hermana.

Cuando recibió los resultados de los exámenes tomó una decisión: huiría de casa hacia un lugar donde nunca lo encontraran.

Al salir de la escuela se internó en un bosque y caminó hasta el anochecer. Buscó entonces un claro cerca del río, recogió ramitas secas y con el encendedor que llevaba en el salveque hizo una fogata. Pensaba en lo triste de estar solo esa noche, cuando de repente vio acercarse un enorme perro negro con los ojos rojos que arrastraba pesadas cadenas.

Al verlo, Angelo exclamó: – ¡Pobre perrito, seguro tu dueño te echó a la calle!

El perro dijo con voz potente: – ¿Acaso no sabes quién soy, no sientes terror al verme?

Angelo gritó entusiasmado – ¡Qué bueno, un perro que habla! Te adoptaré e iremos por todos los pueblos para que todos sientan envidia; yo, el dueño del único perro parlanchín.

Realmente confundido, el Cadejos reclamó: – Yo no soy un perro, soy el Cadejos. Cuando era joven era humano como tú, pero no me gustaba obedecer, me emborrachaba y andaba de fiesta en fiesta. Un día le falté al respeto a mi padre y él me maldijo. Por eso debo arrastrar estas pesadas cadenas por toda la eternidad… ¿Cómo es posible que no me conozcas? ¡Todos en Costa Rica me conocen!

– Pues no -contestó Angelo-, nunca escuché nada de ti.

En ese momento, un lamento desgarrador se escuchó cerca del río. Una mujer con su ropa hecha harapos se acercaba lentamente gritando – “¿Dónde está mi hijo?” –, buscando desesperadamente en las turbias y torrentosas aguas del río.

Angelo corrió hacia donde estaba la mujer y tomándola de la mano le dijo: – Señora, tranquila, yo tengo un celular, debemos llamar al OIJ y ellos nos ayudarán a encontrar a su hijo. Pero, ¡qué barbaridad con usted! ¿cómo dejó que su hijo jugara solo cerca del río.

La mujer, enojada, le gritó: – Chiquillo insolente, ¿cómo se te ocurre decirme esas cosas? ¡Deberías estar a punto de un ataque de pánico! Yo soy la Llorona. En mi juventud fui una humilde campesina, vivía feliz entre vacas y cultivos, pero un día me fui a trabajar a la ciudad y ahí empezó mi tragedia. Enloquecí y arrojé a mi hijo recién nacido al río, ahora estoy condenada a buscarlo por toda la eternidad. Yo soy popular en toda Costa Rica, ¿cómo es posible que nunca hayas oído de mí?.

–Bueno lo de Llorona apenas le queda -comentó burlonamente el niño-, porque llora bien feo. Pero ni que fuera la Tica Linda para que todo mundo la conozca.

–¡Tica Linda es la que viene por aquel trillo!-, interrumpió el Cadejos con un tono de sarcasmo.

ngelo volteó hacia un pequeño trillo iluminado por la luna y observó una mujer que se acercaba. Tenía un vestido blanco lleno de vuelos y encajes, su cabellera larga y sedosa revoloteaba con el gélido viento nocturno.

l llegar donde estaba el niño, este pudo observar su cara y soltó la risa diciendo: – ¡Ay muchacha, usted de verdad que necesita ubicarse, vea que vestirse para Halloween en pleno agosto!

–¿Halloween, qué es eso? –dijo la mujer–. Soy la Segua, yo me aparezco a los hombres mujeriegos que andan solos en la noche y les enseño mi horrible cara de caballo. No siempre fui así, era la mujer más hermosa de Cartago, pero mi vanidad me llevó a recibir este castigo de vagar por los caminos buscando hombres solos.

–¡Qué triste! ¿Entonces siempre está sola?–, preguntó Angelo.

–Sí, todos huyen de mí–, respondió la Segua entristecida.

–Bueno, ya que vamos a estar aquí los cuatro por un rato, cuéntenme esas historias por favor–, dijo Angelo, ansioso de saber más de sus tres nuevos amigos.

Se sentaron todos alrededor de la fogata y cada uno contó su historia. Le describieron la Costa Rica de antaño, con sus casitas de adobe, caminos de piedra, ríos de agua cristalina y gente sencilla que compartía en familia.

La Llorona lanzó un suspiro y exclamó: – Ya sé por qué este niño no nos conocía… ya nadie tiene tiempo de compartir con su familia. Antes, alrededor de los fogones se contaban las historias, las leyendas y los sucesos del día. Ahora nadie comparte. Anoche pasé cerca de una casa y los niños estaban con un aparatito en las manos, cada uno en lo suyo, mientras sus padres estaban muy ocupados para conversar con ellos.

–Quieres decir que nos han olvidado–, gimió el Cadejos.

–Creo que es una realidad –dijo la Segua entre sollozos–, estamos condenados a morir de la memoria de Costa Rica.

Angelo sintió compasión de aquellos misteriosos personajes y, a la vez, un sentimiento de culpa embargó su corazón. Su madre estaría preocupada por su desaparición, ella trabajaba muy duro para que él y su hermana estudiaran y no les faltara nada. En ese momento decidió regresar a su hogar.

Caminaron los cuatro juntos hasta un claro cerca de su casa, se despidió de sus nuevos amigos y les prometió no olvidarlos jamás. Al regresar, su mamá lo recibió con besos y abrazos, él le prometió ser el mejor de los hijos.

Desde ese día Angelo, al llegar de la escuela, ayudaba a ordenar la casa, hacía sus tareas y estudiaba con empeño, para que su mamá tuviera más tiempo para compartir. En la escuela, Angelo organizó un club de rescate de leyendas y con obras de teatro mostraban a todos las bellas tradiciones de Costa Rica.

Por las noches, cuando la luna alumbraba su ventana, recordaba melancólico la aventura de terror que vivió con sus amigos la Segua, el Cadejos y la Llorona.

Triste camino

Autor: Yorjanny Arrieta Zúñiga
Escuela: Monseñor Sanabria (Oreamuno, Cartago)
Docente: Geovanna Varela Barquero
Bibliotecóloga: Jennifer Bolaños Poveda

Sucedió hace tiempo, yo tenía siete años. Mi nombre es Sebastián –“para servirle a usted” –, me repetía mamá cada vez que no saludaba a alguien, con su intención de que aprendiera buenos modales. Éramos tres de familia, vivíamos en una ciudad pintoresca.

Como todo niño, pasaba pendiente de los movimientos de papá, desde que llegaba del trabajo estaba majándole el rabo. Si él pintaba ahí estaba yo, si cortaba el pasto le ayudaba, y a todo mandado iba con él.

–¡Vamos mi niño!-, solía llamarme siempre con ese gran humor que lo caracterizaba. Mientras íbamos por la calle le prestaba gran atención, “este edificio es tal…” o “aquí queda tal lugar”, así me enseñaba a conocer la ciudad… ¡Me sentía tan bien al andar tomado de su mano!

Papá tenía la costumbre de fumar y lo hacía con bastante frecuencia, para mí era algo fantástico y hasta mágico verlo sentarse a mirar la televisión y comenzar a hacer círculos con el humo.

–Hazme rosquillas-, le decía yo. Y él, ni lerdo ni perezoso, seguía con el juego. En muchos casos gastaba varios cigarrillos y, para hacer más divertido el juego, iba al patio, cortaba una hoja de higuerilla y hacía burbujas con un poco de jabón; con el cigarro en mano, por medio del canuto de higuerilla, iba metiendo el humo a las pompas. Esto yo lo veía como el más grande truco de magia y mi gran admiración por él crecía, soñaba con ser un adulto y poder saborear un “delicioso cigarro”, como decía él cada vez que se llevaba uno a su boca.

Cuando llegaba el domingo papá pasaba en casa. Como tradición íbamos a misa de diez, para así tener la tarde para ir a jugar bola en la plaza; corríamos y pateábamos ese balón hasta quedar con la lengua afuera.

–¡Vamos papi, otro ratito!- le decía yo, mientras él, casi ahogándose por el cansancio, sacaba otro cigarro

– Ya casi, ya casi -repetía, echando grandes bocanadas de humo-. Ya no corro tanto como antes, ve, juega tú.

Al llegar a casa papá descansaba. En la noche escuchaba música sentado en la mecedora y se llenaba de orgullo al decirme cómo se llamaba una canción y quién cantaba. – Escucha clásicos de los ochenta, la mejor música-, me decía.

Yo le ponía atención y veía esa oleada de humo que pegaba en el techo de tanto fumar.

– Papá, casi no te veo con tanto humo-, le decía.

– Es camuflaje mi niño, lo pongo para que no nos vean-. Me abrazaba y se divertía haciéndome cosquillas, pero se detenía por esos ataques de tos que no desaparecían.

Llegada la hora de dormir, mientras se fumaba el último cigarro del día, lo esperaba para que me diera el besito de dormir. – Buenas noches mi niño-, decía mientras me persignaba.

La nueva semana trajo una mala noticia desde el trabajo de papá que alertó a la familia: el jefe le dijo a mamá que papá había sido trasladado al hospital por fuertes dolores en su pecho y que allá lo podíamos encontrar.

Llegamos al centro médico y una secretaria nos guió: “segundo piso, cuarto número dos”. Allí lo encontramos acostado, con oxígeno, se veía muy pálido. No nos vio llegar.

El doctor habló con mamá: – Señora, la revisión que practiqué a su esposo y los síntomas que presenta me hacen sospechar que es candidato a tener cáncer de pulmón. Le practicaremos los exámenes de rigor para buscar células cancerosas.

Mamá, más pálida que papá, escuchaba y de vez en cuando me miraba con cara de miedo y desesperación. Cuando pudimos hablar con papá, él no perdía su buen humor. Después de hablar a solas con mamá me llamó, al verlo no aguanté y lloré sobre su pecho, él solo acariciaba mi pelo y lo oí sollozar conmigo.

Fueron días largos de hospital y los pronósticos en vez de mejorar empeoraban, le practicaron una biopsia que reveló cuan avanzado estaba su mal. Quimioterapia y radioterapia se hicieron palabras comunes en nuestro vocabulario.

Nosotros solo queríamos a papá de vuelta en nuestras vidas. Pero empeoró. Con los días era lamentable ver su estado, mi familia estaba destruida, todo por culpa del cigarro que tantas veces me hizo gracia y ahora me quitaba lo que más amaba.

Un día, al anochecer, pasé a su habitación. Al sentirme abrió los ojos y estirando su mano agarró la mía muy suavemente y con costos dijo: – Perdón mi niño, me maté y los estaba matando conmigo-, mientras las lágrimas mojaban su almohada. Así papá cerró sus ojos para nunca más abrirlos.

Con el pasar de los años, siendo ya padre, trato de reforzar en mis hijos que no deben fumar, algo que a mí me dejó sin Papá.

Jurado

• Gilberto Alfaro •

• Jenny Bogantes •

• Doriam Díaz •

• María Elena Fonseca •

• Nelson Heymans •

• Floria Jiménez •

• María de los Angeles Jiménez •

• Yanancy Noguera •

Créditos

Producción Editorial:
Asociación Libros para Todos

Ilustraciones internas y portada:
Raúl Angulo, Efrén Alpízar, José Enrique Corrales, Ruth Angulo / Casa Garabato

Retoque:
Producción Fotográfica

Edición:
Equipo ADA - Impresión GN Impresos 2016.

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Asociación Libros para Todos y la Asociación Amigos del Aprendizaje (ADA).

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